EL ESPEJO MALDITO

 El Espejo Maldito

En un pequeño pueblo alejado del bullicio de la ciudad, había una tienda de antigüedades que casi nadie visitaba. Su dueño, el señor Valdés, era un hombre de pocas palabras y siempre advertía a sus clientes sobre ciertos objetos de su colección. Pero había uno en particular del que nunca hablaba: un espejo antiguo, de marco dorado y opulentos detalles tallados a mano. Estaba cubierto por una tela negra en el rincón más oscuro de la tienda, como si su sola presencia fuera una amenaza.

Lucía, una joven apasionada por las antigüedades, había escuchado rumores sobre ese espejo, y su curiosidad la llevó a la tienda. El señor Valdés la recibió con una mirada sombría cuando, tras un breve recorrido, ella señaló el espejo cubierto.

—No está a la venta —dijo tajante.

—¿Por qué? —preguntó Lucía, intrigada.

El anciano la miró fijamente por un largo momento antes de responder.

—Ese espejo trae desgracias. Es... diferente. No lo toques, y mucho menos lo mires. Cualquiera que lo ha hecho no ha vuelto a ser el mismo.

La advertencia solo hizo que Lucía quisiera saber más. Esa noche, su mente no podía apartarse del objeto prohibido. Decidió volver a la tienda al día siguiente, esta vez después de que cerrara. La adrenalina impulsaba cada paso mientras se colaba por una ventana abierta. Con la luz de su linterna, se dirigió al rincón oscuro donde el espejo la esperaba, cubierto aún por la tela negra.

Sin pensar en las palabras del señor Valdés, tiró de la tela con un movimiento rápido. El espejo, que parecía tener siglos de antigüedad, reflejaba su imagen con una claridad inquietante, como si no fuera solo un reflejo, sino una versión de sí misma diferente, observándola con otros ojos.

Se miró detenidamente, y en un principio no notó nada extraño. Pero poco a poco, algo empezó a cambiar. Su reflejo esbozó una sonrisa, una que ella no estaba haciendo. Su corazón latió con fuerza al darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Trató de apartar la vista, pero no pudo. Sus ojos estaban atrapados en los del reflejo, y algo dentro de ella empezó a revolverse, como si una presencia ajena invadiera su cuerpo.

El espejo parecía absorberla, tirando de ella como si las sombras dentro del cristal se extendieran más allá del vidrio. El reflejo de Lucía empezó a cambiar, su rostro se distorsionaba, los ojos se hundían y una expresión macabra y vacía tomó el control.

Con un esfuerzo casi sobrehumano, Lucía logró apartarse del espejo, jadeando y temblando. Cubrió el objeto rápidamente y salió corriendo de la tienda. No volvió a mencionar lo sucedido, ni a nadie ni a ella misma, intentando olvidar aquella noche. Pero algo en ella ya no era igual.

Con el paso de los días, la gente del pueblo empezó a notar algo extraño en Lucía. Sus ojos parecían más oscuros, sus sonrisas más forzadas. Y, a veces, cuando pasaba frente a un espejo, juraban que su reflejo se quedaba mirando un poco más de lo que debería.

Una noche, Lucía despertó sobresaltada por un ruido en su habitación. Miró alrededor y vio algo que la congeló de terror. Frente a ella, el espejo que había en su dormitorio no reflejaba su figura, sino la versión macabra de sí misma que había visto en la tienda.

El reflejo sonreía de nuevo, y esta vez, no estaba atrapado en el espejo.

Se dio cuenta demasiado tarde: había intercambiado su lugar. Y mientras la verdadera Lucía permanecía atrapada en el cristal, la otra caminaba libre en su lugar, lista para buscar a su próxima víctima.

El espejo maldito aún sigue en esa tienda, cubierto por una tela negra, esperando a su próxima presa, a alguien lo suficientemente curioso o temerario para mirar dentro de él.

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