EL JARDÍN DE LAS ALMAS

 El Jardín de las Almas

María siempre había amado la jardinería. Su pequeño jardín era su refugio, un lugar donde podía perderse entre flores y plantas, cultivando no solo su pasión, sino también su paz interior. Pero un día, mientras trabajaba en su jardín, encontró una pequeña caja de madera enterrada entre las raíces de un viejo rosal. Intrigada, la desenterró y la limpió. La caja estaba tallada con intrincados diseños de hojas y flores, y al abrirla, encontró una serie de semillas, diferentes a cualquier otra que había visto.

Sin pensarlo dos veces, decidió plantar las semillas en un rincón apartado de su jardín. Pasaron los días y, para su sorpresa, las semillas germinaron rápidamente, produciendo flores hermosas que emitían un brillo sutil bajo la luz del sol. Eran tan cautivadoras que atrajeron la atención de sus vecinos, quienes vinieron a admirar el jardín de María.

Sin embargo, a medida que las flores florecían, también comenzaron a suceder cosas extrañas. Los animales que solían merodear por su jardín desaparecieron. Las aves dejaron de cantar, y un aire de melancolía se apoderó del vecindario. María, aunque inquieta, no podía resistir la belleza de las flores. Las noches se volvían más silenciosas y, a veces, juraba escuchar susurros provenientes del jardín.

Una noche, mientras estaba en el porche, decidió que era hora de investigar. Al acercarse a las flores, notó que su brillo se intensificaba. Era como si las flores la estuvieran llamando. Con el corazón latiendo con fuerza, tocó una de ellas, y en ese instante, sintió una conexión extraña, como si una corriente de energía recorriera su cuerpo.

De repente, visiones comenzaron a asaltarla: sombras danzando en su jardín, risas apagadas y susurros de personas que no podía identificar. Las imágenes eran tan vívidas que María se encontró atrapada en un mundo que no podía comprender. Sin embargo, lo más aterrador era la sensación de que esas visiones no eran solo recuerdos; eran almas atrapadas, buscando liberación.

Con cada día que pasaba, el jardín se tornaba más oscuro. Las flores, aunque hermosas, parecían consumir la vitalidad de su entorno. Las plantas del resto de su jardín comenzaron a marchitarse, y la atmósfera se tornó pesada y opresiva. El brillo de las flores se volvía más intenso al caer la noche, iluminando el jardín con una luz sobrenatural.

Una noche, decidió buscar respuestas. Hizo una pequeña investigación y descubrió que las semillas que había encontrado eran de un jardín prohibido, conocido como el Jardín de las Almas. Se decía que quienes cultivaban esas flores podían comunicarse con los muertos, pero a un precio: el jardín siempre pedía algo a cambio.

Asustada, María trató de deshacerse de las flores, pero era demasiado tarde. Cuando intentó arrancarlas, una fuerza invisible la detuvo. Las flores comenzaron a susurrar, revelando secretos oscuros y reclamando su atención. Era como si las almas atrapadas le suplicaran que las ayudara, que las liberara de su prisión.

Desesperada, decidió hacer una ceremonia, intentando liberar a las almas y romper el vínculo que las unía al jardín. Esa noche, encendió velas y recitó palabras que había encontrado en un viejo libro. Las flores comenzaron a brillar con intensidad, y un viento fuerte levantó los pétalos, creando un torbellino de luces y sombras.

Las almas comenzaron a emerger de las flores, sus rostros tristes y angustiados. María sintió cómo su energía se drenaba, pero no se detuvo. Cuando las almas finalmente fueron liberadas, una calma sobrenatural se apoderó del jardín, y las flores comenzaron a marchitarse, perdiendo su resplandor.

Pero a pesar de haber liberado a las almas, María sintió que algo había cambiado dentro de ella. El jardín, que una vez fue su refugio, se había convertido en un recordatorio constante de lo que había hecho. Aunque había liberado a las almas, no podía escapar de la sensación de que una parte de ellas había permanecido con ella.

A partir de entonces, las noches se llenaron de susurros. Aunque su jardín había recuperado su belleza natural, María sabía que el Jardín de las Almas nunca la dejaría en paz. Ahora, en cada sombra, en cada susurro del viento, sentía la presencia de las almas que había liberado, recordándole que siempre habría un precio que pagar.

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