LA CASA DE LOS ECOS
La Casa de los Ecos
Había una casa en la colina que todos evitaban. Nadie en el pueblo se acercaba desde que la familia que vivía allí desapareció sin dejar rastro. Se decía que, si escuchabas con atención, podías oír los ecos de sus voces atrapados entre las paredes, como si estuvieran condenados a repetir sus últimos momentos.
Sofía, curiosa y escéptica por naturaleza, decidió investigar. Quería desmentir esas leyendas absurdas. Armada con una linterna y una cámara, subió a la colina una noche oscura de octubre, cuando el aire se sentía pesado y el silencio, espeso.
La casa estaba en ruinas, con ventanas rotas y la puerta apenas colgando de sus bisagras. Al entrar, un olor a humedad y abandono la envolvió. Las tablas del suelo crujieron bajo sus pies mientras exploraba las habitaciones vacías. La luz de la linterna iluminaba solo pequeños fragmentos de la oscuridad, y todo parecía muerto y en calma.
Sin embargo, mientras avanzaba hacia el piso superior, empezó a escuchar algo. Al principio creyó que era el viento colándose por las grietas, pero pronto se dio cuenta de que eran voces. Apenas un murmullo, pero sin duda eran voces humanas, aunque no podía distinguir las palabras.
Con el corazón acelerado, siguió subiendo, impulsada por una mezcla de curiosidad y miedo. Llegó al ático, donde el sonido se hizo más claro. Las voces parecían discutir, como si hubiera una disputa entre varias personas. Encendió la cámara, queriendo registrar lo que escuchaba, convencida de que había alguna explicación lógica.
Sin embargo, cuando revisó la grabación en el pequeño monitor de la cámara, el aire se le congeló en los pulmones. En la pantalla, no había nada. Ni voces, ni murmullos, solo un silencio absoluto. Pero en el ático, las voces seguían, ahora más fuertes, más insistentes, y el aire a su alrededor parecía cargarse de una energía extraña. De repente, una puerta que no había visto antes se abrió lentamente, con un chirrido que resonó por todo el piso.
Temblando, se acercó y asomó la cabeza. Dentro, una habitación pequeña, apenas amueblada, con una cuna en el centro. La luz de la linterna iluminó algo en el suelo: marcas de manos. Eran oscuras, como si hubieran sido dejadas por alguien cubierto de ceniza o sangre. Entonces, las voces se detuvieron.
En el silencio abrumador, Sofía sintió una presencia detrás de ella. Giró la cabeza lentamente y lo vio: una sombra, humanoide, pero sin rostro, mirándola fijamente. No tenía ojos, pero ella sentía cómo esa cosa la observaba, como si pudiera ver dentro de su alma.
El eco de un llanto infantil llenó el aire, y Sofía, paralizada por el terror, no pudo moverse. La sombra se acercó, extendiendo una mano delgada hacia ella. En ese instante, las voces regresaron, ahora gritando, suplicando. Y entonces lo comprendió: los ecos no eran de personas vivas. Eran de aquellos que habían sido atrapados en la casa, condenados a repetir sus últimos momentos de angustia por la eternidad.
Antes de que la sombra la tocara, Sofía corrió. Bajó las escaleras tan rápido como pudo, el llanto y los gritos persiguiéndola, retumbando en las paredes. No miró atrás hasta que estuvo fuera de la casa, jadeando, con el corazón a punto de estallar.
Cuando llegó al pueblo, intentó contar lo que había visto, pero nadie le creyó. Solo le dijeron que había tenido suerte de salir. Pocos lo lograban.
Esa misma noche, mientras intentaba dormir, el eco de un llanto infantil resonó en su habitación. Y desde entonces, cada vez que se encuentra sola, escucha los ecos... acercándose más.
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